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NOTA DE VREDONDOF :

ESTE ARTICULO A MI ME PARECIO MUY INTERESANTE , PERO ME HA COSTADO MUCHO "LLEGAR A LOS CONCEPTOS" , NO SE SI POR QUE A MIS 63 AÑOS YA PATINA UN POCO MI CABEZA , O BIEN PORQUE EL AUTOR TIENE UN NIVEL ... O QUE ESCRIBE PARA UN NIVEL DE PERSONAS CON UN INTELECTO MUY ELEVADO.

En cualquier caso merece la pena leerlo (con MUCHA ATENCION para enterarse ....)
La conclusion que saque en la 3ª leida que le di , fue que se puede DECIR LO MISMO con el 10 de palabras y utilizando un "estilo mas pegado a la tierra".

LOS ESPAÑOLES NO SON IDEALISTAS. EN LA MEDIOCRIDAD SE ENCUENTRAN A GUSTO

El perfeccionamiento humano se efectúa con ritmo diverso en las sociedades y en los individuos. Los más poseen una experiencia sumisa al pasado: rutinas, prejuicios, domesticidades. Pocos elegidos varían, avanzando sobre el porvenir; al revés de Anteo, que tocando el suelo cobraba alientos nuevos, los toman clavando sus pupilas en las constelaciones lejanas y de apariencia inaccesible. Esos hombres, predispuestos a emanciparse de su rebaño, buscando alguna perfección más allá de lo actual, son los "idealistas". La unidad del género no depende del contenido intrínseco de sus ideales sino de su temperamento: se es idealista persiguiendo las quimeras más contradictorias, siempre que ellas impliquen un sincero afán de enaltecimiento. Cualquiera. Los espíritus afiebrados por algún ideal son adversarios de la mediocridad: soñadores contra los utilitarios, entusiastas contra los apáticos, generosos contra los calculistas, indisciplinados contra los dogmáticos. Son alguien o algo contra los que no son nadie ni nada. Todo idealista es un hombre cualitativo: posee un sentido de las diferencias que le permite distinguir entre lo malo que observa, y lo mejor que imagina. Los hombres sin ideales son cuantitativos; pueden apreciar el más y el menos, pero nunca distinguen lo mejor de lo peor. Sin ideales sería inconcebible el progreso. El culto del "hombre práctico", limitado a las contingencias del presente, importa un renunciar a toda imperfección. El hábito organiza la rutina y nada crea hacia el porvenir; sólo de los imaginativos espera la ciencia sus hipótesis, el arte su vuelo, la moral sus ejemplos, la historia sus páginas luminosas.
Son la parte viva y dinámica de la humanidad; los prácticos no han hecho más que aprovecharse de su esfuerzo, vegetando en la sombra. Todo porvenir ha sido una creación de los hombres capaces de presentirlo, concretándolo en infinita sucesión de ideales. Más ha hecho la imaginación construyendo sin tregua, que el cálculo destruyendo sin descanso. La excesiva prudencia de los mediocres ha paralizado siempre las iniciativas más fecundas. Y no quiere esto decir que la imaginación excluya la experiencia: ésta es útil, pero sin aquélla es estéril. Los idealistas aspiran a conjugar en su mente la inspiración y la sabiduría; por eso, con frecuencia, viven trabados por su espíritu crítico cuando los caldea una emoción lírica y ésta les nubla la vista cuando observan la realidad. Del equilibrio entre la inspiración y la sabiduría nace el genio. En las grandes horas de una raza o de un hombre, la inspiración es indispensable para crear; esa chispa se enciende en la imaginación y la experiencia la convierte en hoguera. Todo idealismo es, por eso, un afán de cultura intensa: cuenta entre sus enemigos más audaces a la ignorancia, madrastra de obstinadas rutinas.
La humanidad no llega hasta donde quieren los idealistas en cada perfección particular; pero siempre llega más allá de donde habría ido sin su esfuerzo. Un objetivo que huye ante ellos se convierte en estímulo para perseguir nuevas quimeras. Lo poco que pueden todos, depende de lo mucho que algunos anhelan. La humanidad no poseería sus bienes presentes si algunos idealistas no los hubieran conquistado viviendo con la obsesiva aspiración de otros mejores.
En la evolución humana, los ideales se mantienen en equilibrio inestable. Todo mejoramiento real es precedido por conatos y tanteos de pensadores audaces, puestos en tensión hacia él, rebeldes al pasado, aunque sin la intensidad necesaria para violentarlo; esa lucha es un reflujo perpetuo entre lo más concebido y lo menos realizado. Por eso los idealistas son forzosamente inquietos, como todo lo que vive, como la vida misma; contra la tendencia apacible de los rutinarios, cuya estabilidad parece inercia de muerte. Esa inquietud se exacerba en los grandes hombres, en los genios mismos si el medio es hostil a sus quimeras, como es frecuente sobre todo en España. No agita a los hombres sin ideales, informe argamasa de humanidad.
Toda juventud es inquieta. El impulso hacia lo mejor sólo puede esperarse de ella: jamás de los enmohecidos y de los seniles. Y sólo es juventud la sana e iluminada, la que mira al frente y no a la espalda; nunca los decrépitos de pocos años, prematuramente domesticados por las supersticiones del pasado: lo que en ellos parece primavera es tibieza otoñal, ilusión de aurora que es ya un apagamiento de crepúsculo.
Sólo hay juventud en los que trabajan con entusiasmo para el porvenir; por eso en los caracteres excelentes puede persistir sobre el apeñuscarse de los años. Nada cabe esperar de los hombres que entran a la vida sin afiebrarse por algún ideal; a los que nunca fueron jóvenes, paréceles descarriado todo ensueño. Y no se nace joven: hay que adquirir la juventud. Y sin un ideal no se adquiere.
Los idealistas suelen ser esquivos o rebeldes a los dogmatismos sociales que los oprimen. Resisten la tiranía del engranaje político nivelador, aborrecen toda coacción del sistema, sienten el peso de los honores con que se intenta domesticarlos y hacerlos cómplices de los intereses creados, dóciles maleables, solidarios, uniformes en la común mediocridad.
Las fuerzas conservadoras que componen el subsuelo social pretenden amalgamar a los individuos, decapitándolos; detestan las diferencias, aborrecen las excepciones, anatematizan al que se aparta en busca de su propia personalidad. El original, el imaginativo, el creador no teme sus odios: los desafía, aun sabiéndolos terribles porque son irresponsables y asesinos como ultima solución. Por eso todo idealista es una viviente afirmación del individualismo, aunque persiga una quimera social; puede vivir para los demás, nunca de los demás. Su independencia es una reacción hostil a todos los dogmáticos. Concibiéndose incesantemente perfectibles, los temperamentos idealistas quieren decir en todos los momentos de su vida, como Don Quijote: "yo sé quién soy". Viven animados de ese afán afirmativo. En sus ideales cifran su ventura suprema y su perpetua desdicha. En ellos caldean la pasión, que anima su fe; esta, al estrellarse contra la realidad social, puede parecer desprecio, aislamiento, misantropía: la clásica "torre de marfil" reprochada a cuantos se erizan al contacto de los obtusos. Diríase que de ellos dejó escrita una eterna imagen Teresa de Ávila: "Gusanos de seda somos, gusanillos que hilamos la seda de nuestras vidas y en el capullito de la seda nos encerramos para que el gusano muera y del capullo salga volando la mariposa". Todo idealismo es exagerado, necesita serlo. Y debe ser cálido su idioma, como si desbordara la personalidad sobre lo impersonal; el pensamiento sin calor es muerte, frío, carece de estilo, no tiene firma.
Jamás fueron tibios los genios y los héroes. Para crear una partícula de Verdad, de Virtud o de Belleza, se requiere un esfuerzo original y violento contra alguna rutina o prejuicio; como para dar una lección de dignidad hay que desgoznar algún servilismo. Todo ideal es, instintivamente, extremo; debe serlo a sabiendas, si es menester, pues pronto se rebaja al refractarse en la mediocridad de los más. Frente a los hipócritas que usurpan poderes civiles y mienten con viles objetivos, la exageración de los idealistas es, apenas, una verdad apasionada. La pasión es su atributo necesario, aun cuando parezca desviar de la verdad; lleva a la hipérbole, al error mismo; a la mentira nunca. Ningún ideal es falso para quien lo profesa: lo cree verdadero y coopera a su advenimiento, con fe, con desinterés. El sabio busca la Verdad por buscarla y goza arrancando a la naturaleza secretos para él inútiles o peligrosos. Y el artista busca también la suya, porque la Belleza es una verdad animada por la imaginación, más que por la experiencia. Y el moralista la persigue en el Bien, que es una recta lealtad de la conducta para consigo mismo y para con los demás. Tener un ideal es servir a su propia Verdad Siempre. Algunos ideales se revelan como pasión combativa y otros como pertinaz obsesión; de igual manera distínguense dos tipos de idealistas, según predomine en ellos el corazón o el cerebro. El idealismo sentimental es romántico: la imaginación no es inhibida por la crítica y los ideales viven de sentimiento. En el idealismo experimental los ritmos afectivos son encarrilados por la experiencia y la crítica coordina la imaginación: los ideales tórnanse reflexivos y serenos. Corresponde el uno a la juventud y el otro a la madurez. El primero es adolescente, crece, puja y lucha; el segundo es adulto, se fija, resiste, vence.
El idealista perfecto sería romántico a los veinte años y estoico a los cincuenta; es tan anormal el estoicismo en la juventud como el romanticismo en la edad madura. Lo que al principio enciende su pasión, debe cristalizarse después en suprema dignidad: ésa es la lógica de su temperamento. Sin embargo lo que si hay es mucha mediocridad. La mediocridad puede definirse como una ausencia de características personales que permitan distinguir al individuo en su sociedad. Ésta ofrece a todos un mismo fardo de rutinas, prejuicios y domesticidades; basta reunir cien hombres para que ellos coincidan en lo impersonal: "Juntad mil genios en un Concilio y tendréis el alma de un mediocre". Esas palabras denuncian lo que en cada hombre no pertenece a él mismo y que, al sumarse muchos, se revela por el bajo nivel de las opiniones colectivas.El régimén actual, la monarquía cainista, ha conseguido una vez más, a través de sus ladrones politicos, que los españoles sean mediocres y que todo destello de genialidad sea enterrado en el desprecio. El régimen es miedoso,cobarde y hurtador, teme por su continuidad, pues sabe que se ha llevado mucho y no ha ofrecido nada. Qué se puede esperar de un monarca que dice:"El recuerdo de Franco constituirá para mí una exigencia de comportamiento y de lealtad ...". Seguid votando, idealistas.
J.I.
"El sentido común es la cosa mejor repartida del mundo
porque todo el mundo cree poseerlo en cantidad suficiente." René Descartes.

LIBERTAD

-La filosofia de la libertad esta basada en la propiedad de uno mismo, esta simple pero elegante y contundente animacion la explicara exactamente. Esta es una gran herramienta que cualquiera puede usar para educar niños y adultos acerca del derecho a la vida, libertad y la capacidad de crear - y nuestra responsabilidad para pensar, hablar y actuar. La version en DVD de este video puede ser descargada gratis en: www.philosophyofliberty.blogspot.com CRÉDITOS AUTOR: Ken Schoolland schoolak001@hawaii.rr.com PRODUCTOR: Kerry Pearson (aka Lux Lucre) MÚSICA: Music2Hues www.music2hues.com WEBSITE: www.jonathangullible.com AYUDA: The Jonathan Gullible fund www.isil.org/tools/jonathan-gullible.html COPYRIGHT: www.creativecommons.org/licenses/by-nd-nc/1.0/ *

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y2a -La inmoralidad de profesar una fe

La inmoralidad de profesar una fe (I)

Mucho se ha comentado en posts anteriores sobre la conveniencia de profesar una fe, incluso de la idea de que todos, esencialmente, tenemos fe en algo: unos en la ciencia, otros en Dios, otros en el hombre, y así.

El problema de esta clase de confrontaciones es que sus protagonistas acostumbran a confundir y mezclar conceptos, consciente o inconscientemente, que acaban por generar en el ambiente una sensación de que “todo vale”, tú respeta mi posición y yo respetaré la tuya, todos somos iguales, epistemológicamente huérfanos, buscadores de respuestas o consuelos.

A veces llego a asumir que quizá los teóricos en memética tengan razón, y que la religión o la fe en cosas no probadas o incompatibles con lo ya conocido están originadas por una suerte de virus mental difícil de erradicar: lo que llaman un memeplejo.

No voy aquí a esclarecer las confusiones típicas en esta clase de polémicas, pues para ello existen estupendos libros que lo hacen mucho mejor que yo. Romper el hechizo de Daniel Dennett es de los últimos que han aparecido en el mercado. Lo que sí voy a intentar hacer es aclarar lo que significa tener fe, y por qué esa fe se puede dividir en “racional” e irracional”. Y más aún: que la “fe irracional” es profundamente inmoral y peligrosa, tanto para el que la profesa como para todos los demás.

A la gente no le gusta admitir que no sabe. Cuando alguien se enfrenta a un fenómeno desconocido o aparentemente sobrenatural, por ejemplo que ha adivinado el día que morirá un ser querido, prefiere generar una hipótesis basada en mitos y leyendas antes que admitir que ignora el mecanismo por el que se ha producido.

Para ilustrar este defecto, hace años, cuando tenía que participar en alguna discusión sobre fenómenos paranormales o la existencia de Dios, siempre recurría al mismo ejemplo: El conocimiento y el saber no se producen por la mera observación subjetiva y personal; es decir, que si ahora mismo se abriera el cielo y Dios o Alejandro Magno apareciera rodeado de rayos de energía increpándome por mi falta de fe o por cualquier otro asunto, yo podría sufrir toda clase de terrores, angustias, inseguridades y demás… pero una vez calmado, trataría huir de todas esas sensaciones y aplicaría la razón: no sé qué ha ocurrido, y es improbable que haya ocurrido lo que ha ocurrido. Quizá ha sido una mala interpretación de los hechos, quizá estaba bajo los efectos de alguna sustancia enteógena diluida en mi bebida, quizá haya sido víctima de una alucinación. En todo caso, NO SE. Porque SABER implicaba admitir que cientos de años de conocimientos acumulados en realidad eran una pérdida de tiempo.

Podría ser que Dios o Alejandro Magno realmente me hubieran visitado, sí, pero necesitaba alguna otra prueba más antes de admitir el fenómeno como cierto... al menos tantas pruebas como las exigidas a todos los conocimientos científicos acumulados a lo largo de siglos.

La mayoría de gente, sin embargo, no precisa de ninguna prueba suplementaria. Es más, la mayoría de gente ni siquiera necesita pasar por un fenómeno como éste. Basta con que alguien les haya contado un fenómeno similar o “sentir” que es así, y entonces desaparecen sus dudas y tienen FE.

Más información | Critika Memetica


La inmoralidad de profesar una fe (y II)

Otro aspecto que habría que añadir a esta clase de fe basada en intuiciones o sensaciones, mitos y leyendas, es que no precisa de sentido crítico alguno, es impermeable al cuestionamiento sistemático. Es decir, muchos de nosotros podemos creer que la teoría del Big Bang puede ser provisionalmente cierta. Pero estamos dispuestos a admitir que es errónea en cuanto nos presenten una teoría alternativa más sólida o alguna prueba de que el Big Bang no pudo producirse sin violar todas y cada una de las leyes de la naturaleza que ya hemos ido acabalando mediante pruebas y errores.

Es relativamente fácil que un científico o un escéptico recule sobre sus ideas, no así un religioso. El científico asume que sus ideas son provisionales y anhela encontrar otras ideas provisionales mejores. El religioso considera que sus ideas son únicas, intocables y dignas de respeto incluso por quienes no profesan su credo.

Por último están los intelectuales de las ciencias sociales, que consideran que todo es relativo, porque nada puede saberse con seguridad. Lo cual es una falacia epistemológica, como bien demuestran textos imprescindibles como Imposturas intelectuales, de Sokal y BricmontEs evidente que nadie puede saber con el 100 % de seguridad si una cosa es cierta o no, pero en ciencia sí que pueden establecerse grados de veracidad a ciertos fenómenos. El grado suficiente como para poder gestionarlos y relacionarlos con la realidad que nos rodea.

La ciencia no persigue (de momento) la Verdad Absoluta. Lo que quiere saber, por ejemplo, es si un avión comercial llegará a Nueva York desde San Francisco con X galones de combustible. Quiere saber por qué lo sabe, cómo lo sabe y, también, por qué en aquella ocasión no el avión no pudo llegar.

Todo este tiempo he estado, pues, estableciendo claras distinciones conceptuales entre la fe racional y la fe irracional. En esa distinción se basa el verdadero escepticismo. Ser escéptico no significa no creer en nada sino ser extremadamente cuidadoso en lo que se cree y estar dispuesto a creerlo en cuanto algo nuevo aprendido nos lo demuestre.

Pero como dice Carl Sagan en El mundo y sus demonios, hay gente que quiere que todo sea posible, que su realidad sea ilimitada. Les parece que nuestra imaginación y nuestras necesidades requieren más que lo relativamente poco que la ciencia enseña que sabemos con seguridad (recordatorio: seguridad coyuntural, no seguridad absoluta). Es irritante que la ciencia pretenda fijar límites en lo que podemos hacer, aunque sea en principio. ¿Quién dice que no podemos viajar más deprisa que la luz? Solían decirlo del sonido, y mira. Esta clase de objeciones son las esgrimidas por la gente que profesa la fe irracional.

Como muchos gurús de la Nueva Era, que llegan al punto de abrazar el solipsismo: toda la realidad la producen sus propios pensamientos, ellos son lo único real. Y es que la ciencia todavía tiene tantas preguntas intrigantes y extrañas que no han sido respondidas, que no es nada difícil por los crédulos el usar su fe irracional para imaginarse hipótesis basadas en sus prejuicios, sus mitos y leyendas. Como los que protagonizaron los cultos Cargo.

Pero ¿tan perjudicial puede ser sostener una fe irracional, creer cosas que no tienen sentido dentro de lo que sabemos actualmente, prescindir del “no lo sé” al “siento que es así y respétalo”, profesar ideas que se basan en cosas que no admiten ni crítica ni cambio? Uno podría pensar que no, que cada palo aguante su vela. Si uno prefiere ser irracional, que lo sea. Si como decía David Hume, existen personas que “convierten en mérito la fe implícita; y disimulan ante ellos mismos su infidelidad más positiva”, pues mira, cada uno tiene sus problemas.

Aunque nos diera risa o miedo que un hombre de 40 años aún siga creyendo en Papá Noel, es su vida. ¿Por qué romper el hechizo?

Dejando a un lado que respetar al prójimo no significa no criticarle lo que creemos que hace mal sino ofrecerle nuestros puntos de vista honestos y sinceros, una persona que sostiene una fe irracional no sólo puede ser altamente perjudicial para sí mismo, sino también para los demás. ¿Podéis imaginar cuántos avances en el conocimiento han sido lastrados por el mito, la leyenda o la fe irracional de grupos de personas altamente organizados a lo largo de la historia? La mayor parte de los hechos terroríficos del pasado han sido espoleados por individuos o instituciones cuyas ideas eran intocables, aunque ellos creyeran que hacían el bien.

Pero voy a ir a un ejemplo más cotidiano expuesto magistralmente William K. Clifford en La ética de la fe. Un libro, por cierto, de 1874, y que ya daba a entender que la fe irracional es inmoral y que nuestra obligación es someterla a continuas críticas y análisis en vez de respetarla y tolerarla sin más.

Un armador se disponía a echar a la mar un barco de emigrantes. Sabía que el barco era viejo y que no había sido construído con gran esmero; que había visto muchos mares y climas y se había sometido a menudo a reparaciones. Se había planteado dudas sobre si estaba en condiciones de navegar. Esas dudas lo reconcomían y le hacían sentirse infeliz, pensaba que quizá sería mejor revisarlo y repararlo, aunque le supusiera un gran gasto. Sin embargo, antes de que zarpara el barco consiguió superar esas reflexiones melancólicas. Se dijo a sí mismo que el barco había soportado tantos viajes y resistido tantas tormentas que era ocioso suponer que no volvería a salvo a casa también después de este viaje. Pondría su confianza en la Providencia, que difícilmente podría ignorar la protección de todas esas familias infelices que abandonaban su patria para buscar tiempos mejores en otra parte. Alejaría de su mente toda sospecha poco generosa sobre la honestidad de los constructores y contratistas. De este modo adquirió una convicción sincera y reconfortante de que su nave era totalmente segura y estaba en condiciones de navegar: deseos de éxito para los exiliados en su nuevo hogar en el extranjero, y recibió el dinero del seguro cuando la nave se hundió en medio del océano y no se supo nada más . ¿Qué poddemos decir de él? Desde luego, que era verdaderamente culpable de la muerte de esos hombres. Se admite que creía sinceramente en la solidez de ese barco; pero la sinceridad de su convicción de ningún modo puede ayudarle, porque no tenía derecho a creer con una prueba como la que tenía delante. No había adquirido su fe honestamente en investigación paciente, sino sofocando sus dudas…